Cuando escuché esto de qué aquel chico, por el hecho de estar en silla de
ruedas, podía entretenerse solo en casa con su ordenador, no lo dije en voz
alta, pero en el fondo lo envidié mucho. Pensé: “¡Así se ahorra el enfrentarse
al mundo!”
“Puede estar dedicado tranquilamente a sus cosas sin que nadie se ría de él
ni susurre cuando él pasa, y sin que le parezca que todo el mundo le mira mal”.
Pensé que era una suerte poder estar solo en casa entretenido con las
propias cosas, haciendo vida mental, y no haber de enfrentarse al mundo. (Un
mundo que, en aquella época, fuera por la realidad, fuera por las fuerzas
hostiles dentro de mi cabeza – la enfermedad-, yo vivía como psíquicamente muy hostil). La gente
nunca me ha gustado mucho, aunque yo para aislarme siempre he vivido en mis
libros, y en la radio.
Yo no conocía a esta persona, pero en cambio, estoy segura que él no lo
hubiera visto de esta forma, ni mucho menos. Que yo mirase como una
tranquilidad de espíritu lo qué para él debía ser una gran desgracia (el haber
de quedarse recluido dentro de su mundo), seguramente le habría hecho concluir que
yo no estaba en mi sano juicio. Y quizá hubiera tenido razón.
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