Stendhal, en este libro Roma, Nápoles y Florencia, nos muestra “el
espíritu” de Italia, una Italia eterna, una Italia la imagen de la cual
comparten en el interior de su cabeza todas las personas ilustradas del mundo,
que ha hecho derramar ríos de tinta y se ha hablado y rehablado de ella: Italia
y su arte, Italia y su historia; su música, sus cuadros, sus monumentos, sus
esculturas... incluso su comida. La Italia eterna.
Pero conviene tener en cuenta que esta Italia eterna que idealizan los
viajeros y los turistas... no es el país real, el lugar geográfico donde la
gente que vive allí trabaja y respira.
Se ha dicho muchas veces que no lo mismo viajar o hacer turismo por un
lugar que vivir en él.
Tampoco es lo mismo viajar a un lugar cargado de historia que a un lugar
donde el edificio más antiguo no tiene ni doscientos años.
Pero, a la hora de vivir en un lugar, los referentes artísticos y la
historia se diluyen, y se trata con personas – la gente es más o menos igual en
todas partes, dicen, una vez podados los folklorismos-. Y si vives en un lugar
y tienes que trabajar y luchar por la supervivencia en él, aunque sea un lugar
cargado de belleza, paisajística o monumental, esto anula todo romanticismo:
«Pero cuando le
digo/que está entre los afortunados que vieron la aurora/sobre las islas más
bellas de la tierra,/sonríe ante el recuerdo y responde que el sol/se alzaba
cuando ya el día era viejo para ellos. », Cesare
Pavese, Los mares del sur
Stendhal nos explica la Italia eterna. Mientras que la Italia cuotidiana,
tanto en aquella época como ahora, sería otra cosa y pasaría por otros caminos,
la Italia eterna no habría cambiado, y sería tan válida ahora como cuando
Stendhal la observaba y la ponía por escrito hace más de dos siglos. Por esto
es eterna, claro.
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