No podía acabar de hablar de este libro: Roma, Nápoles y Florencia,
y no mencionar el síndrome de Stendhal. El famoso síndrome de Stendhal. (Que es
por ello que es conocido este libro, y una de las razones por las que yo quería
leerlo a priori).
El síndrome de Stendhal se produce cuando el disfrute de la belleza
artística nos puede llevar hasta el malestar físico. (O a una impresión física
muy fuerte).
O sea, en otras palabras, que cuando viendo un cuadro muy bello te llegas a
marear, esto es el síndrome de Stendhal.
* * *
Querría que se tuviera en cuenta que, cuando Stendhal experimentó esto,
hace doscientos años, en Florencia (por otra parte una de las ciudades más
bonitas del mundo), no había tele, ni móviles, ni medios de comunicación de
masas.
También querría que se tuviera en cuenta que Stendhal se tomaba el arte muy
en serio, que era una mente creativa, y que más tarde llegaría a ser un artista
de primera magnitud. Que la semilla artística del fresco que vio cayó, dentro
de su cabeza, en terreno abonado, vaya.
Admirar el arte era una experiencia que le importaba, que significaba algo
(muuucho) para él; no como aquel quien ve las diapositivas de la excursión a
Torremolinos del cuñado de la portera de un sobrino segundo.
* * *
Pero, a una persona de ahora, yo, por ejemplo, ¿podría pasarle? ¿Me
pasaría,a mí, algo así?
Tampoco sé de nadie a quien le haya pasado, no sé de nadie, en el mundo
real, que lo haya experimentado. No de esta manera y con esta intensidad, como
mínimo.
Para la mayoría de personas reales del mundo real que conozco el arte es
“aburrido”, y no es nada capaz de transportarlos, (y mucho menos a otro mundo).
Para ellos, los museos son lugares agradables para echar un sueñecito y
descansar del cansancio del viaje turístico, para sentarse y reponerse un poco
de tanto ir de acá para allá con gorra y pantalones cortos.
* * *
Muchas personas recorren kilómetros, cruzan países, traspasan continentes,
para ir a ver cuadros, estatuas, monumentos... y esto está muy bien... pero...
¿los ven realmente? ¿Qué ven realmente?
O solamente echan una ojeada de cinco minutitos para poder decir que han
estado allí, se hacen una foto, y vuelven sin haberse enterado de nada
“artístico”? (¡Beyle fue muchas veces, a admirar sus cuadros!)
Quizá las construcciones les hayan impresionado realmente (los edificios,
los monumentos, quizá son lo que más se apreciaría sin formación artística;
cuadros, frescos y estatuas quizá sería más difícil), pero, a cinco minutos por
monumento, no se puede experimentar ningún síndrome de nada, me parece.
También me parece que la velocidad del mundo actual, tan ansioso siempre de
novedades, fluye en contra de la apreciación tranquila de una obra de arte. El
mandato es que se deben ver cuantas más cosas mejor, y no se debe perder
demasiado el tiempo en una sola cosa.
* * *
Tendría que salir más de casa, hacer más turismo, viajar, para observar si
esto del síndrome de Stendhal se experimenta o no se experimenta realmente.
Henry Beyle lo experimentó, y para él fue real, vale... Pero, que un simple
viaje turístico, sin saber nada de los cuadros, se pueda llegar a experimentar... me
parece una leyenda urbana...
Una cosa es quedar impresionado, y la otra muy diferente el síndrome este,
esto de quedar totalmente apabullado...
Reaccionar físicamente
a un estímulo solamente sensorial tiene que ser muy difícil...
* * *
Embriagarse de belleza artística me parece un concepto muy atractivo...
pero... también me parece que hay mucha parte de leyenda urbana en todo esto de
la “embriaguez del arte”.
Y también habría mucho a discutir si para apreciar la belleza hace falta
formación previa o si sin saber nada de lo que se va a ver se puede llegar al
mismo efecto avasallador.
Estoy convencida que la mayoría de veces a la apreciación de la auténtica
grandeza artística se llega a través de los ojos de la razón.
Stendhal llegó a ello a través de los ojos del alma, pero es muy difícil
que el arte llegue a ser tan importante para alguien como lo fue para él.
2 comentarios:
Sí, comparto tu punto en todo este asunto.
¡Me alegro, Ferragus!
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