lunes, 13 de julio de 2015

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«Apuesto a que no adivináis la ocupación de esta compañía de labradores: improvisaban, cada uno a su turno, cuentos en prosa al estilo de las Mil y una noches. He pasado una velada deliciosa escuchando esos cuentos, desde las siete hasta medianoche. Mis huéspedes estaban al principio junto al fuego, y yo cenando en mi mesa: han visto mi atención, y poco a poco me han dirigido la palabra. Como siempre aparece un encantador en esas historias tan bonitas, les supongo un origen árabe. Una sobre todo me ha impresionado tanto que la pondría por escrito si pudiera dictarla. Pero ¿cómo acometer uno mismo la tarea de escribir treinta páginas?»

«Comparo esta velada con la que pasé en la Scala, el día de mi llegada a Milán: un placer apasionado inundaba mi alma y la fatigaba; mi espíritu hacía esfuerzos para no dejar escapar ningún matiz de felicidad y de voluptuosidad. Aquí, todo ha sido imprevisto, un placer del espíritu sin esfuerzo, sin ansiedad, sin palpitaciones del corazón; era como un placer de ángel.»

«El ideal es un potente bálsamo que duplica la fuerza de un hombre de talento y mata a los débiles.»

«admirable soledad de la campiña de Roma; efecto extraño de las ruinas en medio de ese silencio inmenso. ¿Cómo describir una sensación semejante? Han sido para mí tres horas de la emoción más singular: el respeto tenía en ello mucha parte. Para no verme obligado a hablar, fingía estar durmiendo. Habría disfrutado mucho más estado solo.»

«Hay algo de ingenuo y de curioso en mi respeto apasionado por una inscripción verdaderamente antigua. Creo que me pondría de rodillas para leer con más gusto una inscripción  auténticamente grabada por los romanos en el lugar en que, por primera vez, dejaron de huir, después de Trasimeno: en ella encontraría una grandiosidad que por espacio de ocho días proporcionaría materia a mis ensoñaciones; admiraría hasta la forma de las letras. No hay nada que me subleve tanto como una inscripción moderna: generalmente es ahí donde toda nuestra mezquindad estalla de forma repelente con sus superlativos. Reflexiono hoy acerca de mi emoción de ayer: mi paso por Roma, sobre todo la visión de la campiña, me ha puesto nervioso. Hasta estos últimos tiempos he creído de detestar a los aristócratas; mi corazón creía sinceramente ir a la par que mi cabeza. (...) me dice un día: “Veo en vos un elemento aristocrático”. Habría jurado que estaba a mil leguas de ello. En efecto, he descubierto en mí esa enfermedad: tratar de corregirme habría sido necedad; me entrego a ella con deleite.»


«¿Qué es el yo? No tengo ni idea. Me desperté un día sobre esa tierra; me hallo ligado a un cuerpo, a un carácter, a una fortuna. ¿Me he de entretener vanamente en querer cambiarlos, y entretanto olvidarme de vivir? Tonterías: me conformo con sus defectos. Me conformo con mi inclinación aristocrática, tras haber denostado durante diez años, y sinceramente, toda aristocracia.»

Roma, Nápoles y Florencia. Stendhal. – Editorial Pre-textos

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