Me acuerdo de la primera vez que Álvaro vino a buscarme a casa con el coche. Era invierno, en que oscurece muy temprano, y la farola de delante de mi casa estaba estropeada. Mi padre había ido tres veces al ayuntamiento a quejarse, pero como si oyeran llover: la farola hacia seis meses que no funcionaba, y parecía que la cosa iba para largo y que se alargaría seis meses más, como mínimo. Álvaro se miró la farola estropeada y dijo: “eso debería estar arreglado”. La segunda vez que vino a buscarme a casa, al cabo de quince días, la farola ya funcionaba. Ahora, recordándolo, pienso que es en aquel momento que debería haberme dado cuenta que se trataba de un individuo peligroso.
sábado, 19 de junio de 2010
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